jueves, 7 de agosto de 2014

Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres

Hoy Jesús proclama afortunado a Pedro por su atinada declaración de fe: «Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo’. Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos’» (Mt 16,16-17). En esta felicitación Jesús promete a Pedro el primado en su Iglesia; pero poco después ha de hacerle una reconvención por haber manifestado una idea demasiado humana y equivocada del Mesías: «Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: ‘¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!’. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ‘¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!’» (Mt 16,22-23).

Hay que agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado a los primeros discípulos de Jesús tal como eran: no como unos personajes idealizados, sino gente de carne y hueso, como nosotros, con sus virtudes y defectos; esta circunstancia los aproxima a nosotros y nos ayuda a ver que el perfeccionamiento en la vida cristiana es un camino que todos debemos hacer, pues nadie nace enseñado.

Dado que ya sabemos cómo fue la historia, aceptamos que Jesucristo haya sido el Mesías sufriente profetizado por Isaías y haya entregado su vida en la cruz. Lo que más nos cuesta aceptar es que nosotros tengamos que continuar haciendo presente su obra a través del mismo camino de entrega, renuncia y sacrificio. Imbuidos como estamos en una sociedad que propugna el éxito rápido, aprender sin esfuerzo y de modo divertido, y conseguir el máximo provecho con el mínimo de labor, es fácil que acabemos viendo las cosas más como los hombres que como Dios. Una vez recibido el Espíritu Santo, Pedro aprendió por dónde pasaba el camino que debía seguir y vivió en la esperanza. «Las tribulaciones del mundo están llenas de pena y vacías de premio; pero las que se padecen por Dios se suavizan con la esperanza de un premio eterno» (San Efrén).

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