domingo, 17 de mayo de 2015

ODA A LA ASCENSIÓN


¡Feliz día de la Ascensión!

ODA A LA ASCENSIÓN

¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, ¿te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados,
y los agora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado,
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube, envidiosa
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!


(Fray Luis de León)

Lo que el poeta canta evoca un desposeimiento, una pérdida especialmente significativa que pone de relieve la existencia de los dos polos entre los que se debate el cristiano -el cielo y la tierra, lo sobrenatural y lo natural- y que delimitan la tensión permanente que sirve de sustento a la literatura mística.
La oda ofrece sus cinco estrofas organizadas en función de la necesidad de plasmar un movimiento progresivo de ascenso: entre el punto de partida, representado por el «valle hondo, escuro» de la lira inicial, y el punto de máximo alejamiento que supone la «nube» distante de la última estrofa. De este modo, la trayectoria de la oda adquiere un dinamismo ascendente -desde el «valle hondo» hasta la «nube»- y crea un espacio en cuyo interior se ordenan los sentimientos del sujeto lírico. A la imagen terrena se asocia la noción «dejar» del verso primero (con el valor semántico de «abandonar»), mientras que la imagen correlativa de la «nube» desarrolla predicados contiguos: vuelas, te alejas. Los paralelismos semánticos delatan una voluntad constructiva indudable, reforzada por la cuidadosa similitud parcial de los versos primero y último de la oda, gobernados por la misma forma verbal (dejas), que abre y cierra significativamente la composición. El poeta mantiene a lo largo de la oda el mismo punto de vista, que es el del primer lugar mencionado (este valle). Obsérvese, en este sentido, el uso de la noción «alejarse» en el verso 24 -sólo comprensible si se tiene en cuenta que el contemplador permanece en el «valle hondo»- y la presencia en el verso postrero del predicado nos dejas, cuyo núcleo reitera, como ya se ha dicho, el del verso inicial, pero incluye ahora, además, al contemplador («nos dejas»), encubierto al principio en el colectivo grey. También aquí hay una progresión: el «yo» lírico, oculto en las cuatro primeras estrofas por sujetos colectivos o genéricos (grey, los antes bienhadados, los ojos, quien, etc.), aflora explícitamente al final de la composición, diríase que acuciado y hasta exigido por las reflexiones cada vez más apremiantes y angustiosas que van invadiendo los versos. Asistimos casi insensiblemente a un abandono progresivo de la serenidad -paralelo al creciente desasosiego de la expresión- que desemboca en la irrupción súbita, ya en el último segmento, de la forma personal delatora: nos dejas.

El dinamismo de la construcción se manifiesta igualmente en otros artificios formales. La primera estrofa está constituida por una larga y pausada interrogación; en la segunda, la interrogación es también única y alcanza estrictamente al último verso. A partir de aquí, los esquemas interrogativos aumentan su frecuencia: la tercera lira ofrece ya dos; la cuarta, tres, y en la última estrofa se acumulan exclamaciones, interrogaciones y formas interjectivas para traducir un grado máximo de turbación. Claro está que no nos hallamos ante una mera muestra retórica; se trata, muy al contrario, de una sapientísima adecuación entre expresiones y contenido. Al recrear imaginativamente la escena de la ascensión de Cristo, la aflicción del sujeto crece a medida que la figura del Salvador va alejándose del «valle hondo» terrenal en el que permanecen los desolados fieles. El movimiento ascendente y la distancia que paulatinamente va estableciéndose entre Cristo y su «grey», se reflejan asimismo en el cambio que sufre la mención del destinatario del mensaje. Si durante casi toda la composición el poeta se dirige exclusivamente a Cristo (Pastor santo, tú, tus pechos, de Ti, tu rostro, tu dulzura), en la estrofa final el destinatario es la «nube» (te aquejas, vuelas, te alejas, etc.) y sobre ella recaen las invocaciones. La razón es obvia: al principio, la figura de Cristo es aún visible y cercana; en cambio, al final del proceso únicamente se distingue ya la nube que lo envuelve, de acuerdo con la escueta narración contenida en los Hechos de los Apóstoles (1, 9): «Et cum haec dixisset, videntibus illis, elevatus est: et nubes suscepit eum ab oculis eorum». La transformación de la segunda persona ayuda, pues, a traducir el movimiento, y, como recurso expresivo, se halla en el mismo plano que los otros artificios constructivos ya señalados.

Entre los dos puntos extremos -el «valle» y la «nube»-, que coinciden, y no por azar, con la apertura y el cierre de la oda, se inscribirá el soliloquio del poeta. La dualidad es aquí un factor estructural de extraordinaria importancia que repercute decisivamente en la contextura de la composición, marcada por la presencia continua de oposiciones binarias: valle hondo / puro aire, antes bienhadados / agora tristes, rica / pobres y otras duplicaciones...
(Ricardo Senabre).

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