Jesucristo, Rey del universo -
22 de noviembre de 2015
En aquel tiempo, preguntó Pilatos a Jesús:
-- ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó:
-- ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han
dicho otros de mí?
Pilatos replicó:
-- ¿Acaso yo soy judío? Tu gente y los
sumos sacerdotes te han entregado a mí ¿Qué has hecho?
Jesús le contestó:
-- Mi reino no es de este mundo. Si me
reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en
manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.
Pilatos le dijo:
-- Conque, ¿tú eres rey?
Jesús le contestó:
-- Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he
nacido y por eso he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que
es de la verdad, escucha mi voz.
Palabra de Dios
Cuando hablamos de Rey instintivamente surge en nosotros la idea de poder,
mezclada ligeramente con una representación de las monarquías absolutas, donde
la figura del rey se identificaba con el estado, y donde rey detentaba todos
los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial.
El
mismo Jesús toma esta idea como hilo conductor para comunicar su mensaje de
amor y de servicio: “sabéis que los reyes
de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen con su poderío. No
ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser importante entre vosotros sea
vuestro servidor y el que quiera ser el primero sea el esclavo de todos.” (Mt
20,25). El Señor dio a sus discípulos esa lección, aprovechando que Santiago y
Juan querían estar a la derecha y a la izquierda cuando Jesús estuviese en su
reino. Cristo comienza a delinear los trazos fundamentales de su nuevo reino:
la humildad y el servicio. Quizá por eso el reinado de Cristo, Él como rey,
aparece únicamente en el marco de la pasión, porque es la expresión máxima de
la humildad que pasa por la humillación más atroz y de un servicio total que
nace del amor “hasta el extremo” (Jn
13,1).
Pero
vayamos a los orígenes de esta solemnidad, que clausura el año litúrgico. Es
instituida por Pio XI con la encíclica Quas Primas el once de diciembre de mil
novecientos veinticinco. En una época convulsa donde el mundo corre
desenfrenado hacia otra guerra, y donde las ansias de poder se traducen en
totalitarismos tiránicos que oprimen a los pueblos, el papa comienza su carta
diciendo: “estoy persuadido de que no hay
medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la
restauración del reinado de Jesucristo.”
Estás
palabras fueron escritas hace noventa años, sin embargo, hoy, en la época que
nos toca vivir, adquieren una dimensión de actualidad asombrosa. La paz ha sufrido
un atentado mortal, y parece que poco a poco se aleja del día a día de nuestras
vidas. El odio terrorista amenaza nuestra tranquilidad y seguimos con asombro y
cierto temor las noticias de muerte y destrucción que cada vez son más
frecuentes y cotidianas. Ante esto los cristianos nos preguntamos:¿qué debemos
hacer?
La
clave para restablecer y vigorizar la paz que dio Pio XI en su momento, y que
sigue vigente, es restaurar el reinado de Jesucristo. Pero ¿cómo podemos hacer
eso? Quizá nosotros como aquellos contemporáneos de Cristo pensemos que la
solución sería que Dios se encarnase nuevamente para tomar el gobierno de las
naciones y con mano dura imponer orden y paz. Es decir que la verdadera
solución no está en nuestras manos sino en la política, en aquellos que tienen
el poder de decidir y que por lo tanto hasta que no tengamos ese poder nosotros
no podemos hacer nada, solo esperar y sufrir, pero que en nuestras manos no
está la capacidad de construir la paz.
Los
que habían sido beneficiados por la milagrosa multiplicación del alimento
pensaron eso mismo; querían proclamar a Jesús rey, creían que su condición era
demasiado débil para cambiar la miserable realidad en que vivían, pensaban que
si Jesús asumía una realidad política podría cambiar algo. Pero el Señor se retiró de nuevo al monte, él solo
(Jn.6,15). Ante la idea de ser nombrado rey, Jesús huye, se esconde. No quiere
asumir una responsabilidad administrativa aunque sea con las mejores
intenciones. Porque Él va a cambiar la realidad, va a traer la paz, no desde la
administración pública sino desde la pasión. Por eso en ese contexto de
humillación absoluta, Jesús no tiene reparos en reconocer ante su juez que Él
es Rey, no se resiste a recibir la única corona que en su humanidad posó sobre
su cabeza, la de espinas.
La
responsabilidad administrativa para conseguir un mundo mejor no es la misión de
Cristo, su reino no es de este mundo. Él trae una misión muy superior que va a
la raíz, viene a acercar la humanidad a Dios, viene a traer la luz en medio de
las tinieblas y si los hombres aceptan esa luz podrán ver con claridad para
construir un mundo mejor. La política no es la misión de Cristo aunque sí puede
ser la de muchos laicos cristianos que con vocación de servicio al bien común
deben iluminar, con la luz del Evangelio, esa realidad tan importante.
Ciertamente los políticos cristianos tienen una gran misión, la de ponerse al
servicio desinteresado y generoso de los asuntos públicos para colaborar al
bienestar de los pueblos y a la consecución de una paz duradera. Y para eso
tienen el ejemplo de Cristo, el verdadero Rey que más allá de las realidades
temporales, da las claves fundamentales para la correcta conducción de los
estados: amor total traducido en servicio hasta dar la vida.
Partiendo
de la visión de Cristo Rey desde el servicio y el amor, podemos comprender que
ante este horizonte global de odio y violencia, estamos llamados a dar un
testimonio de coherencia cristiana. No debemos desligarnos de toda obligación,
pensando con pesimismo que nosotros no podemos hacer nada o que nuestra
influencia es nula ante tanto odio y maldad. Todos estamos llamados a construir
la paz, porque solo así podremos ser hijos de Dios (bienaventurados los constructores de paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios. Mt.5,9).
Para
esto Cristo Rey nos invita a dar pasos concretos. En primer lugar nuestro
corazón no se puede dejar contaminar por el odio, ciertamente es una peste
virulenta y muy contagiosa, pero los cristianos estamos llamados a vencer el mal a fuerza de bien (Rm.
12,21). La Palabra de Dios nos da algunas pautas: no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, sino más bien
bendiciendo, porque fuisteis llamados para heredar bendición. (1Pe. 3,9)
No
olvidemos que para conseguir la paz global debemos empezar por el microcosmo de
nuestra propia vida, de nuestras micro-relaciones personales, con el prójimo
que está a nuestro lado.
San
Pablo da unos consejos muy interesantes a los cristianos de Roma que sufrían el
odio y la incomprensión: “El amor sea sin
fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los
otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los
otros. En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu,
sirviendo al Señor; gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación;
constantes en la oración; compartiendo para las necesidades de los demás;
practicando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid y
no maldigáis.
Gozaos con los que se gozan; llorad
con los que lloran. Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con
los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión.
No paguéis a nadie mal por mal; procurad
lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de
vosotros, estad en paz con todos los hombres. (Rm.
12,9,18)
Walter Kowalski
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