La primera carta de Juan es la carta del discernimiento. Le caiga bien o no este título, lo cierto es que nos invita varias veces a hacer una discreción de espíritus, incluido el nuestro. La comunidad destinataria de la carta andaba muy necesitada de esa "discreción". También respecto a la verdad del propio Jesús.
Para unos, Jesús era el que había venido en agua. Allá, en su bautismo, fue revestido de una fuerza divina especial. Hasta el acontecimiento del Jordán había sido un hombre cualquiera y sin relieve. Pero cuando lo invadió el Espíritu, se sucedió una serie imponente de manifestaciones de gran altura y señorío: primero fue al desierto a luchar contra el demonio, y lo venció. Luego se puso a anunciar la llegada del Reino de Dios con signos y palabras: las palabras revelaban una sabiduría extraordinaria (Jesús hablaba con la autoridad del Espíritu), que provocaba el asombro de la gente y la movía a declarar: "nadie ha hablado nunca como este hombre"; en las obras no se sabía qué admirar más, si la sencillez con que actuaba, o el dominio sobre los elementos y las enfermedades, o la victoria sobre los poderes demoníacos. La autoridad de Jesús se manifestaba también en su capacidad de arrastre: la gente acude de todas partes, a veces lo siguen multitudes, un grupo de varones y de mujeres lo ha dejado todo y se ha ido con él. La exousía (poder) de Jesús: ése es su rasgo típico que asoma en cualquier página evangélica. Sí, el Espíritu de Dios había descendido sobre él en el Jordán.
¿"En cualquier página", hemos dicho? No es del todo exacto. En efecto, no se sabe por qué, al poco de llegar Jesús a Jerusalén, lo dejó el Espíritu a merced de las circunstancias y de su propia suerte. Se volvió impotente, lo apresaron sus enemigos, lo abandonaron las masas, escaparon los seguidores incondicionales y, en fin, para colmo, se sintió abandonado del mismo Dios en la cruz. Está claro: Jesús no vino en sangre.
Hay que responder con un "no" sin fisuras, todas las veces que sea preciso, a esta visión de las cosas. Jesús vino en sangre. Es en la muerte de Jesús donde se cumple máximamente su historia. En ella contemplamos la incondicionalidad de su obediencia, la fidelidad en medio de la prueba, el amor desmedido a los suyos y la entrega a favor del mundo, la oblación plena de sí al Padre. Sólo ahí reconoceremos la hondura abismal de su filiación divina, lo radical de su solidaridad con nosotros, la presencia en él del Hombre Nuevo. Jesucristo vino con agua y con sangre.
Comentarios realizados por: José Valiente Lendrino (Viceconsiliario Nacional de Cursillos en España)
http://www.cursillosdecristiandad.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario