lunes, 12 de mayo de 2014

JESÚS ES EL BUEN PASTOR (1)


JESÚS ES EL BUEN PASTOR


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
 
  Parte 1:
Nos disponemos a profundizar en unas de las páginas más bellas y entrañables de los Evangelios: Las que nos presentan a Jesús como el Buen Pastor y a nosotros como ovejas de su rebaño. Es un tema que ha alimentado la fe y la devoción de los cristianos a lo largo de los siglos. Los primeros cristianos no se atrevían a pintar a Jesús crucificado; sin embargo, en las pinturas de las catacumbas y en los sarcófagos paleocristianos es muy común encontrar representaciones de Jesucristo con una oveja sobre sus hombros. Los presbiterios de las antiguas Basílicas suelen estar decorados con mosaicos que representan dos filas de ovejas acercándose a beber de una fuente. La imagen de Jesús Pastor es tan rica, que nos ayuda a comprender su identidad, su misión y su relación con el Padre y con nosotros.

El nombre de Jesús, en hebreo, significa «Salvador». Así le llamó el ángel cuando se apareció, en sueños, a S. José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados» (Mateo 1, 21). Él sabía que éramos pecadores y que le íbamos a tratar mal. A pesar de todo, su amor por nosotros era tan grande, que quiso dejar el Cielo y venir a nuestro encuentro para traernos la salvación y la plenitud de la vida eterna. No lo hizo porque nosotros éramos buenos o lo merecíamos, sino sólo por su generosa bondad, por su amor gratuito, en el momento en que Él lo creyó oportuno: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a todos los que estábamos sometidos a la ley y para hacernos hijos de Dios... Ha enviado a nuestros corazones el Espíritu que clama "Abba", esto es: "Padre". Y si somos hijos, somos también herederos» (Gálatas 4, 4ss). Jesús no se quedó esperando a que nosotros fuéramos a su encuentro, sino que Él mismo se puso en camino para buscarnos; por eso se hizo amigo de los pecadores, comía con ellos y les anunciaba el Evangelio (la Buena Noticia) del amor y de la misericordia. Esto agradaba a la gente sencilla, que le escuchaba con gozo, y provocaba rechazo en los corazones orgullosos y complicados.

Cuando sus adversarios le acusan de ser amigo de pecadores, les habla del amor de Dios y de su solicitud por cada uno de nosotros, usando la imagen del pastor que sale en busca de la oveja perdida: «¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja a las otras noventa y nueve en el desierto, y va en busca de la que se le ha perdido, hasta encontrarla? Y, cuando da con ella, se la echa a los hombros lleno de alegría y, cuando llega a casa, reune a sus amigos y les dice: Alegraos conmigo, que ya he encontrado la oveja que se me había perdido. Os digo que igualmente habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lucas 15, 4-7). La parábola comienza con una referencia a la vida cotidiana, en forma de pregunta (como muchas otras parábolas de Jesús), para hacernos reflexionar e invitarnos a dar una respuesta personal. Sus oyentes saben que el pastor actúa tal como dice Jesús. No está hablando de un asalariado ni de un millonario, sino de un pastor que no tiene criados, que cuida él mismo de su propio rebaño, el cuál constituye toda su hacienda. Cada animal es importante para él y no puede permitirse perder ni uno solo. Ninguno le es indiferente. Que le queden noventa y nueve no le resarce de la pérdida de uno. Así que, si se extravía una oveja, va corriendo de un sitio para otro y no descansa hasta que la encuentra. Atraviesa valles y montañas, sin ahorrarse esfuerzos ni fatigas. Cuando la halla, cura las heridas de la oveja recobrada, sacia su hambre y su sed y, para que no perezca por la fatiga, la carga sobre sus hombros y reemprende la marcha hasta que la devuelve sana y salva al redil. Su alegría es tan grande que no se la puede guardar y la comparte con sus amigos: «Alegraos conmigo, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido».

Lo mejor de todo el relato es la enseñanza final: para Dios somos importantes y Él se ocupa siempre personalmente de cada uno de nosotros, incluso cuando nos alejamos de Él por el pecado. Él nunca se desentiende de nosotros. Como nos recuerda Ezequiel (18, 23), «Dios no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su conducta y que viva». Dios se goza en perdonar, no en condenar; su misericordia es más grande que nuestras faltas: «El Señor es clemente y misericordioso, paciente y lleno de amor; no anda siempre en querellas ni guarda rencor perpetuamente; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas. Pues como la altura del cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el oriente del poniente, así aleja de nosotros nuestros crímenes. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Salmo 103, 8ss).

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