Hoy, el evangelista Juan nos dice que a Jesús «no [le] había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la hora de la Cruz, al preciso y precioso tiempo de darse por los pecados de la entera Humanidad. Todavía no ha llegado la hora, pero ya se encuentra muy cerca. Será el Viernes Santo cuando el Señor llevará hasta el fin la voluntad del padre Celestial y sentirá —como escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso de aquella hora, en la que el Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de Isaías, pronunciado su “sí”».
Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo.
A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). La vida, el trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de Getsemaní, «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).
Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo.
A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). La vida, el trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de Getsemaní, «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).
No hay comentarios:
Publicar un comentario