Santo Tomás fue incrédulo: no quiso prestar fe a la resurrección a no ser viendo con sus propios ojos al Salvador. “Bienaventurados, le dijo Jesucristo, aquellos que sin haber visto han creído”. ¿Soy yo uno de éstos? ¡Ah! si creyese firmemente que Jesús ha muerto por mí, que existe un infierno y un cielo, ¿acaso no viviría más santamente? ¡Desventurados aquellos que esperan los castigos de Dios para creer! (San Eusebio).
La fe de este santo Apóstol se despertó una vez que Jesús le hubo hablado y que tocó sus sagradas llagas. También tú en estas fuentes del Salvador debes, alma mía, refugiarte para reanimar tu fe, fortificar tu esperanza y aumentar tu caridad. ¿Estoy yo enteramente convencido de que Jesús ha sufrido por mí en todo su cuerpo? Si lo creo, ¿cómo puedo amar los placeres, sabiendo que Jesús no amó sino los sufrimientos?
Santo Tomás probó su fe mediante sus buenas obras. Llevó el Evangelio a los países más lejanos y selló con su propia sangre la verdad de su enseñanza. En vano tus palabras dan fe de que crees en Jesucristo, si tus acciones desmienten a tu lenguaje. ¿Estás pronto a morir por confirmar tu fe? Tú, que pierdes el cielo y la gracia de Dios antes que privarte de un ligero placer, ¿eres cristiano? Si ni siquiera puedo en ti reconocer a un hombre razonable, ¿cómo habría de darte el nombre de cristiano? (San Juan Crisóstomo).
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