martes, 20 de mayo de 2014

LA PAZ, DON DE JESÚS A LOS SUYOS


En algún sitio he leído algo que se cuenta de Santa Rosa de Lima:
La pequeña Rosa era increíblemente miedosa y tímida, y su madre también era así. Un día estaba jugando en el jardín, y estaba tan imbuida en el juego que no se dio cuenta de que se hacía de noche. Cuando vio que estaba oscuro, tuvo miedo de cruzar sola el jardín para volver a casa. Su madre sabía cómo era su hija, pero también ella tenía miedo de cruzar el jardín para ir a buscarla. Ninguna de las dos se decidía a salir al encuentro de la otra, cuando finalmente llegó el padre, que cogió del brazo a la madre y la llevó hacia la casita del jardín donde estaba refugiada su hija.
La pequeña Rosa sacó de este episodio una inspiración: si mi madre ya no tuvo miedo cuando mi padre la cogió del brazo, ¿qué he de temer yo, cuando es el Padre del cielo quien me lleva de la mano? Desde ese momento ya no tuvo miedo y su corazón siempre tuvo paz.
La paz es otro don de Jesús a los suyos en su despedida: “La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo”. La paz de Cristo es el conjunto de todas las bendiciones mesiánicas de la nueva alianza, contenidas en una palabra: vida, y en una realidad clave: salvación de Dios. Como el don de la paz que otorga Jesús es Él mismo, con razón podemos llamar a Cristo “nuestra paz”, como dice san Pablo (Ef 2,14).
En este sentido, la paz de Cristo difiere absolutamente de la paz que da el mundo. La paz de Dios es don gratuito que brota del favor divino, es decir, del amor del Padre y de Jesús a los suyos, que así se saben amados y reconciliados con Dios. Por eso es distinta de la paz interesa­da y temporal que da el mundo, cifrada básicamente en la ausencia de guerra y de violencia o bien en el equilibrio de fuerzas.
Y esa paz alienta en nosotros la seguridad de la permanente presencia de Cristo por su Espíritu: “Que no tiemble vues­tro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: Me voy y vuelvo a vuestro lado”. La ausencia física de Cristo, no debe provocar en sus discípulos miedo y desazón, sino paz y alegría, porque, de hecho, Cristo va a la gloria del Padre, de quien vendrán a nosotros todas las bendiciones.
“Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. Aunque es igual al Padre y uno con él, como repetidas veces afirmó Jesús, el Hijo tiene ahora velada su gloria divina, como hombre que es también; gloria que tuvo desde el principio y que su vuelta al Padre manifestará de nuevo.
Decimos que la paz de Cristo es interior y no exterior. Y es ver­dad, pero es una definición incompleta. La paz interior también puede existir incluso en medio del ruido del mundo exterior. Son muchos los disturbios que amenazan la paz: actitudes y pensamientos negativos, incapacidad de aceptarnos a nosotros mismos y de reconciliarnos con el prójimo, el sufrimiento físico, traumas,.. A nuestro alrededor y dentro de nosotros hay mucho mal y sufrimiento: ¿puede haber un método capaz de mostrarnos la paz a pesar de ello?
Cristo la enseña. Es su cruz, signo de la paz en medio de tantos conflictos. Su cruz es la certeza de que los que aman a Dios, a pesar de todo, colaboran al bien, como dice S. Pablo (Rm 8,28)

Comentarios realizados por: José Antonio Marzoa Rodríguez (Viceconsiliario Nacional de Cursillos en España)
cursillosdecristiandad.es

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