Hay momentos en la vida de las personas que marcan un antes y un después. Pueden ser puntuales, pueden ser procesos en el tiempo, pero no hay vuelta atrás. Se pueden poner muchos ejemplos. Pero nada vuelve a ser como antes.
El Bautismo de Jesús que hoy celebramos como broche y punto final del tiempo de Navidad viene a ser algo así. Los Evangelios lo sitúan como el gozne que se sitúa entre un antes –un periodo de tiempo del que desconocemos casi todo de la vida de Jesús y el después –otro tiempo del que tenemos abundante información a través de los Evangelios y que culminará con su muerte en la cruz y la confesión de fe en su resurrección. El tiempo antes del Bautismo suponemos que fue vivido con su familia en la evolución normal de cualquier niño-chico-joven-adulto de aquel tiempo. Según la tradición Jesús muere en la cruz con 33 años. Si le restamos los tres años de la vida pública que relatan –más o menos– los Evangelios, se podría decir que se bautizó a los 30 años. Eso nos habla de mucho tiempo de vida “normal”, “ordinaria”.
Pero algo debió suceder para que Jesús se acercase a Juan y le pidiese que le bautizase. Ese algo fue sin duda parte de un proceso en el que Jesús toma conciencia de su misión. Desde nuestra fe confesamos que Jesús era Dios pero también que era plenamente hombre. Por tanto, debió pasar por los procesos ordinarios de reflexión y discernimiento hasta darse cuenta de que su vocación, su llamada, no era a pasarse la vida repitiendo lo mismo que había hecho su padre, José. Lo suyo no era ser artesano. En ese momento Jesús descubre su vocación y se redescubre a sí mismo. Su experiencia de sentirse Hijo le lleva a darse cuenta de que su misión consiste en anunciar a todo el mundo la buena nueva de la salvación. Si ese proceso fue largo o corto en el tiempo, no nos importa mucho. Los evangelistas lo condensan en este momento del Bautismo con la imagen de la paloma que simboliza al Espíritu de Dios y con las palabras del cielo: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto.”
Más importante que imaginar a Jesús acercándose a Juan para pedirle el bautismo o imaginar la paloma del Espíritu posándose sobre su cabeza, es reflexionar sobre la misión recién asumida por Jesús. Es una misión que le lleva a dejar todo y a comenzar una vida nueva. Familia, trabajo, amigos, todo queda atrás. En adelante su madre y sus hermanos serán los que escuchan la Palabra de Dios. Su familia serán todos los hombres y mujeres porque todos son amados por Dios. La familia es la familia del Reino. Comienza un mundo nuevo.
El Bautismo marcó un antes y un después en la vida de Jesús. A partir de él “pasó haciendo el bien”. Ese debería ser el principal distintivo por el que se nos debería conocer a sus discípulos. Como Jesús nos hemos bautizado, el Espíritu se ha posado sobre nosotros. Ahora nos queda vivir como Jesús: haciendo el bien y curando de todo dolor a los que nos encontramos en nuestro camino. Así verán que Dios está con nosotros.
Mi Bautismo ¿marca un antes y un después en mi vida? Me bautizaron de niño/a ¿cómo tomo conciencia de esa realidad en mi día a día? Mis acciones de cada día ¿dan razón de la misión que me ha sido confiada en el Bautismo?
Comentarios realizados por: José Valiente Lendrino (Viceconsiliario Nacional de Cursillos en España)
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