DIA SEXTO
Consideración
Camino por donde se adquiere la verdadera santidad: no es otro, ni le hay, que con más seguridad nos lleve y con que más pronto la santidad se consiga, que con el propio vencimiento y la propia mortificación; difícil cosa para nosotros, pero es muy fácil por la gran ayuda que tenemos en el Espíritu Santo.
¡Oh si todas las almas que aspiran a la santidad y que con delirio la desean, se convencieran de esta verdad; pronto, muy pronto, conseguirían lo que desean, porque es una pena, al menos a mí me la causa, ver tantas almas aspirar a la santidad y no hallan el medio de conseguir lo que desean! Ellas meditan y oran mental y vocalmente, ellas ayunan y hacen grandes penitencias, ellas visitan a los enfermos y socorren a los menesterosos, se compadecen de todo el que sufre, comulgan con fervor, oyen la Santa Misa con devoción, se confiesan con verdadero dolor de sus faltas, no digo de pecados, porque todos los que esto hacen, por la infinita misericordia de Dios no los cometen; no digo que estén libres de cometerlos, pero por la infinita misericordia de Dios no los comenten. Y ¿cómo es que llevando esta vida no logran la santificación de sus almas? Es porque les falta poner por obra lo principal que hay que practicar para conseguir la santidad. La santidad se adquiere muriendo uno a sí mismo en todo, y esta muerte se adquiere con la mortificación de las pasiones, de los sentidos y de los apetitos, esto en lo que toca al cuerpo; y en lo que toca al alma, haciendo porque muera la propia voluntad, el juicio propio y la vanidad y todos los apetitos del alma. Conseguido el vencimiento de todo esto, es cierto, ciertísimo, que llega esta alma a lograr la santificación. Difícil cosa de conseguir, ¿a qué negarlo? Si la miramos por la parte que toca a nosotros, ¡oh qué difícil es adquirir la santidad!; mas si miramos a la parte que Dios tiene en la santificación de nuestras almas, ¡qué fácil cosa es alcanzarla! Mirad qué difícil cosa hubiera sido a cada uno de nosotros salir de nuestra niñez natural sólo por nosotros mismos; pues esto mismo, tan difícil de lograr en lo que toca a nosotros, nos ha sido cosa fácil de salir de ella a la sombra y amparo de una madre que Dios nos dio, que nos cuidó y nunca nos dejó de amparar, hasta que con sus cuidados y desvelos hemos logrado llegar a nuestro completo desarrollo.
Pues esto que hemos logrado en la vida natural con los desvelos de una madre, en la vida espiritual lo logramos con el esmero con que nos enseña, instruye, aconseja y gobierna y nos defiende de todos los asaltos de nuestros enemigos el Espíritu Santo. Sin Él ni tenemos nada ni podemos nada; con Él lo tenemos todo y lo podemos todo. Él nos da todo el armamento que necesitamos y nos enseña la más hermosa y bella instrucción, donde se aprende el manejo de las armas para, con el manejo de ellas, salgamos siempre vencedores, nunca vencidos, en los grandes combates que hemos de tener con nosotros mismos, los mayores; después, con los amigos y parientes, y toda esta presente vida con Satanás, nuestro común enemigo, porque tan pronto como os resolváis a emprender el camino que conduce a la verdadera santidad, es Satanás el que se presenta a la pelea, no fía en sus satélites. Antes de emprender este camino sí fía en ellos, y bien desempeñan el oficio de diablos; pero a los que van camino de la santidad no fía en ninguno, de todos desconfía; él por sí mismo pelea, aunque de nada le vale. Porque este Santo y Divino Espíritu nos hace entrar en un tan fuerte castillo y allí, retirados del mundo, desconocidos de los amigos y parientes, y hasta de nosotros mismos, luchamos y vencemos y no nos damos apenas cuenta de lo que allí hacemos, porque aquí el manejo de armas se hace con tal silencio, en tal reposo y quietud, que ni el mismo que lucha y vence se da cuenta que está luchando y venciendo; y hay luchas y derrotas brazo a brazo con Satanás, pero eso es más tarde. Ahora, a los principios, a amaestrarnos dentro de este hermoso castillo, donde Satanás no sabe ni puede saber nada de nosotros, porque tan pronto como él entiende que una alma emprende el camino que conduce a la santidad, ya no la deja; la estudia detenidamente todas sus aspiraciones, sus inclinaciones, sus deseos, sus costumbres, sus amistades, hasta sus devociones, todo, todo, con el fin único de seducirnos, engañarnos, sin tener en ello otro fin que llevarnos a la hipocresía y fingimiento. Porque a las almas que van camino de la santidad no las excitan las pasiones; a los principios, sí; los apetitos son los que excita desde que uno empieza la vida interior hasta que venga la muerte; siempre tiene esperanzas de vencernos por aquí y engañarnos y seducirnos con lo más santo, con lo mejor que hay. Con la gracia, con las virtudes, con la misma santidad que deseamos; por aquí nos entra. ¡Oh, si no fuera por el Espíritu Santo pronto nos derrotaba y vencía! Pero este Santo y Divino Espíritu con sus enseñanzas, consejos e instrucciones, nos pone tan al corriente de todas sus solaparías (solapamientos: ocultar maliciosamente la verdad o la intención) y astucias, que cuando él viene a la lucha ya sabemos lo que busca, lo que pretende y todo cuanto él piensa hacer de nosotros. ¡Oh lo que es el Espíritu Santo para nosotros en lo que se refiere a lograr la santificación de nuestra alma! ¡Oh qué bien sabía Jesucristo la necesidad que todos y para todo habíamos de tener del Espíritu Santo! Por eso, cuando le seguían sus apóstoles y discípulos y les hablaba por medio de parábolas y ejemplos, con aquel trato familiar que con ellos tenía y no podía hacerles entender las cosas, ni había medio de hacerles salir de su ignorancia y rudeza, decía: ¡Oh qué deseo tengo de ser bautizado con un bautismo de sangre! Porque ardía su corazón en deseos de alcanzarnos cuanto antes el Espíritu Santo. Tenía como en reserva, guardado en su corazón, el pedir al Eterno Padre este don, sobre todo don, y esperaba a que estuviera pendiente en la Cruz para pedirle. Porque la sabiduría del Divino Verbo era la que impulsaba a aquel corazón amante a desear para nosotros y la que gobernaba y dirigía a esta Humanidad Santísima; porque estas dos naturalezas, unidas como estaban, cuando hablaba Jesucristo, hablaba el Divino Verbo, sabía lo que pedía y cuándo y cómo lo había de pedir para alcanzarlo. Bien sabía el Divino Verbo, sabiduría infinita, que sin el Espíritu Santo de poco nos valiera que el Padre nos criara y que Él, habiéndose hecho hombre, nos redimiera; sin el Espíritu Santo no podíamos llegar a conseguir el fin para el que habíamos sido creados y redimidos, porque sin el Espíritu Santo no podemos conocer a Jesucristo, y menos amarlo.
Y así como no podemos ir a gozar de aquella Divina Esencia, si no es por Jesucristo, tampoco podemos ir a Jesucristo, si no es por el Espíritu Santo. ¡Oh qué deseo ardía en aquel Corazón Divino de Jesucristo de darnos el Espíritu Santo! Para convencer a los apóstoles y discípulos de la necesidad de dejarles, no halló otra razón más poderosa que decirles: “Conviene que me vaya; porque mientras yo no suba a mi Padre no os ha de enviar al Espíritu Santo”. ¡Oh corazón Divino! ¡Cuánto sufriste los tres años de tu vida pública, viendo que desconocían los hombres de la tierra la verdad y no había medio de hacerles entender las cosas según verdad ni medio de hacerte entender ellos! ¡Oh lo que es el Espíritu Santo! ¡Oh y qué no hiciste para alcanzárnosle! ¿Y por cuánto hubiste de pasar hasta que lo conseguiste? ¡Oh Santo y Divino Espíritu! Con sobrada razón enamoras con tus enseñanzas e instrucciones a todos los discípulos de tu escuela para que todos amen con delirio a este Corazón Divino que nos amó treinta y tres años con amor sacrificado. Señal la más cierta del amor puro con que siempre nos amó. Tus exhortaciones siempre son a que amemos aquel Corazón herido por amor nuestro, que no busca ni quiere sino nuestro amor; y que, sediento, nada le refrigera sino el amor; nada pide, sino amor; no vive, si no ama, y muere por ser amado. ¡Oh Santo y Divino Espíritu! Aumenta el número de almas interiores que vengan a tu escuela y en ella aprendan a amar a este Corazón Divino que tanto nos ama. Y mirad que este Corazón que así nos ama es el corazón de un Dios que para nada nos necesita; somos nosotros los que Le necesitamos. ¡Oh almas interiores! Todas unidas hagámosle ramilletes de mirra escogida y presentémosles a este Corazón angustiado por la falta de amor que Le tienen los hombres, y digámosle que con amor sacrificado siempre Le hemos de amar, y que sólo anhelamos y pedimos el que nos sea su amor la única causa de nuestra muerte. Así sea.
Obsequio al Espíritu Santo para este día sexto
Poner por obra los medios de nuestra santificación. El obsequio que hemos de hacer este día al Espíritu Santo es poner por obra y con resolución verdadera los medios de lograr nuestra Santificación. ¿Cuáles son? Ya lo sabemos: el propio vencimiento y la propia mortificación. Difícil de practicar; pero si os resolvéis a entrar de lleno en la vida interior, allí, en la escuela, donde tenemos por Maestro al Espíritu Santo, con Él, ¡oh qué fácil es todo! Porque apenas nos ve cobardes, Él arenga al alma de una manera tal que el oírle es encenderse el alma en deseos de emprender aún lo más difícil y con ánimo varonil entra en batalla consigo mismo y con aquel valor con que lucha, negando a sus apetitos lo que piden, sale vencedor en todo. Y mirad el premio que le dan por haber luchado y vencido a todos sus apetitos y de todos ellos salir vencedor; dan a todos los que así luchan y vencen un premio regalado, no merecido; porque este premio, que es un don de Dios, jamás el alma podía ponerse en condiciones de merecerle. Pero es tal el contento que Le damos cuando así luchamos y vencemos, que por premio nos dan la grande ayuda para luchar y vencer y con ella queda siempre Satanás vencido y derrotado, y este premio que nos dan y este don que nos regalan es un modo de orar sin interrupción, que no impide tenerle, ni el sueño, ni el sueño, ni el recreo, ni el hablar con nuestros prójimos, ni el comer, ni el trabajar, sea cual fuere nuestra ocupación, con cosa alguna es interrumpida, y con ella se adquiere el trato familiar que Dios con el alma tiene. Mirad si queda nuestro trabajo bien pagado con lo que nosotros jamás podemos merecer y tan gratuitamente nos lo dan. En esta escuela del Espíritu Santo se llama a esta oración el latir del corazón divino, por ser la ocupación continua de este corazón amante. Con ella glorificaba a Dios su Padre continuamente, empleando su oración en la salvación de todo el género humano.
Pues trabajemos con nosotros mismos hasta darnos completa derrota, para que nos sea regalado este don. Y una vez que nos le den, sea también el latir de nuestro corazón la salvación de toda la raza humana, y entre nuestro Dueño y Señor en amistad con nosotros y jamás la perdamos; y habiendo empezado en esta vida, dure por los siglos sin fin. Así sea.
Oración final para todos los días
Santo y Divino Espíritu, que por Ti fuimos criados y sin otro fin que el de gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios y gozar de Él, con Él, de sus hermosuras y glorias. ¡Mira, Divino Espíritu, que habiendo sido llamado por Ti todo el género humano a gozar de esta dicha, es muy corto el número de los que viven con las disposiciones que Tú exiges para adquirirla! ¡Mira, Santidad suma! ¡Bondad y caridad infinita, que no es tanto por malicia como por ignorancia! ¡Mira que no Te conocen! ¡Si Te conocieran no lo harían! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias que no pueden conocer la verdad de tu existencia! ¡Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven; desciende a la tierra e ilumina las inteligencias de todos los hombres. Yo te aseguro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias Te han de conocer, servir y amar. ¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor nadie puede resistir ni vacilar! Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco, al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cristianos! ¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso y precipitadamente corría en busca de los cristianos para pasar a cuchillo a cuantos hallaba! ¡Mira, Señor!, mira lo que fue; a pesar del intento que llevaba, le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la llama de tu amor y al punto Te conoce; le dices quién eres, Te sigue, Te ama y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu honra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia y de todo lo que a Ti, Dios nuestro, se refería. Hizo por Ti cuanto pudo y dio la vida por Ti; mira, Señor, lo que vino a hacer por Ti apenas Te conoció el que, cuando no Te conocía, era de tus mayores perseguidores. ¡Señor, da y espera! ¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres! Pues ven y si a la claridad de tu luz no logran las inteligencias el conocerte, ven como fuego que eres y prende en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra. ¡Señor, yo Te juro por quien eres que si esto haces ninguno resistirá al ímpetu de tu amor! ¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande, pero se derrite el bronce! ¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el número de los que, después de conocerte, Te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca Te han conocido! Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y verás cómo Te dicen lo que Te dijo aquel tu perseguidor de Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?” ¡Oh Maestro divino! ¡Oh consolador único de los corazones que Te aman! ¡Mira hoy a todos los que Te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido! ¡Ven a consolarlos, consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a Ti, y a Ti como luz y como fuego para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, amado, servido de todas tus criaturas, para que en todos se cumplan tus amorosos designios y todos los que ahora existimos en la tierra, y los que han de existir hasta el fin del mundo, todos te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea.
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